Trabajaron cinco, 10, 15, 20 años. Algunos sólo cuatro meses. En estos días su principal ocupación es lidiar con los intensos rayos de sol que cubren por completo el Zócalo capitalino a mediodía. Cubiertas de plástico, mantas, carpas y baños móviles ayudan a sobrellevar el paro forzoso.
Llegaron a las 12 del día el domingo 25 y desde entonces ocupan una cuarta parte de la plaza. Algunos platican en círculos, hacen guardia en la carpa principal, arman nuevas carpas, otros más juegan dominó; la mayoría sencillamente están sentados, horas y horas, con el frío, bajo el sol, bajo una larga espera.
Tras el campamento -dentro del mismo Zócalo- asoma una enorme construcción, un museo temporal que ahora nadie visita, porque ya lo están quitando. Las altas estructuras metálicas resaltan entre las casas improvisadas de plástico y cartón. Una docena de trabajadores y un guardia de seguridad pueblan la construcción temporal.
La bandera de México queda a la mitad, como si fuera una línea divisoria. De un lado el museo en deconstrucción, del otro lado el SME en su lucha. Las mantas revelan las identidades: Grupo de Secretarias, Líneas Aéreas, Agencia Tulyehualco, Manto eléctrico, Medidores prueba.
Foto: Arlen Pimentel
Es la segunda vez que están aquí. La primera fue poco después del fatídico anuncio: la desaparición de su fuente de trabajo, de Luz y Fuerza del Centro. En estos siete meses han hecho casi de todo: marchas, plantones, cierres de carreteras, asambleas, mítines. Regresan porque les faltó algo: la huelga de hambre.
Junto a la salida del metro está la carpa grande, blanca, cuadrada, de 10 por 10 metros. En ella 30 electricistas mantienen por voluntad propia sus estómagos vacíos. Igual número de catres soportan sus cuerpos todavía fuertes. Escuchan a una psicóloga, quien les ayuda a no perder la moral.
- Aquí existe una hermandad –dice Emanuel Muñoz, de la comisión de apoyo-, nunca dejamos solo a un compañero, siempre está rodeado.
Es uno de los smeítas que resguardan el espacio de los huelguistas. Después de tres años en la lista logró entrar a la empresa, pero sólo trabajó cuatro meses porque liquidaron la empresa.
Foto: Arlen Pimentel
Hay muchos trabajadores en el plantón; pero el ambiente es muy tranquilo. No hay algarabía pero tampoco hay depresión. Es como un estado de insomnio. Es como un atolladero, ni para atrás ni para adelante, un reflejo del conflicto. La diferencia es que ahora hay vidas en riesgo.
Empezaron con 10 voluntarios y cada día a partir de las 10 de la mañana –previa conferencia de prensa- aumentan otros 10. Nadie levanta la huelga de hambre “hasta que el gobierno solucione y restablezca el estado de derecho”, dice Emanuel.
De pronto la gente despabila. Chiflidos, gritos, miradas de odio. Es porque una camioneta de la policía federal pasa frente al campamento. Los uniformados parados sobre la cajuela, con las armas en alto, evitan las miradas.
- ¡Pinches putos! – gritan los ex trabajadores- ¡No tienen güevos!
La rabia le da vida a la gente. Por un megáfono una señora grita consignas contra Calderón. La inconformidad con el mandatario es evidente. En una de las pequeñas carpas cuelga una fotografía de él con un bigote estilo Hitler y una suástica en lugar de la banda tricolor.
En otra instalación hay cartulinas con leyendas que rezan: “Aquí no es asilo para liquidados”. En otras “¡Fuera Calderón!” junto con el llamado a una consulta nacional para el 22 y 23 de mayo para decidir si el ejecutivo se va o se queda.
También están presentes los puestos ambulantes, pero de los mismos electricistas. Paletas de tres y cinco pesos, aguas a seis y cocas en lata a siete 50. De algo hay que sobrevivir.
Los electricistas siguen ahí, en su lucha. Buscan nuevas formas para presionar y recuperar su trabajo. 17 mil siguen en pie, según el Sindicato. Los que no se liquidaron, los que siguen necios, o cómo dice Emanuel: “los que nos subimos a un tren, del que no nos vamos a bajar hasta que llegue a la estación”.